domingo, 30 de mayo de 2010

Mi historia de la Alameda

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domingo 30 de mayo de 2010



Inolvidables recuerdos por notables protagonistas:
Maite Armendáriz Azcárate

Mario Kreutzberger: "Sándwich al paso"


Puedo decir, con nostalgia y orgullo, que soy de los que conocí y disfruté la Alameda de los 40, en mi infancia, y la de los 50 en mi juventud. Mientras la Alameda se transformaba, yo pasaba del pantalón corto al golf y finalmente al esperado pantalón largo, que nos marcaba el comienzo de la juventud. Recuerdo que la moda fue también dejando atrás el abrigo largo y el sombrero, y que en esas concurridas veredas todos fumábamos como carretoneros. Aunque confieso que el recuerdo más grato viene de esos años de adolescente cuando los ahorros de mi mesada se gastaban ahí, en plena Alameda. Todos los sábados, la misma rutina. Tomaba la micro en Irarrázaval con Santa Julia, y me bajaba en la Alameda con Estado. En esa esquina existió por décadas una popular fuente de soda que muchos recordarán... "Sándwich al paso", famosa por sus completos, que servían en pan de Viena, pero todos los agregados estaban sobre el mesón. Se podía echar cuanto chucrut, tomate, mayonesa y mostaza uno quisiera . Para esa época, toda una fantasía gastronómica.

Al escribir y recordar, regresan a mi paladar los sabores y olores de ese completo, junto al sonido característico que se producía al destapar la infaltable botella de Orange Crush, que completaba este esperado festival de gula sabatino. La rutina continuaba con la tradicional caminata hacia Ahumada, pasando por los "Entretenimientos Diana", donde hacíamos una escala para jugar un cartón de Lotería. Terno, Cuarto y Lota gritaba el animador del juego. Que significaba premio por 3 o 4 números en línea y cartón completo. Todavía oigo sonar los números de madera, cuando los agitaban dentro de una lata vacía de algún producto comestible de la época. Un par de veces me llevé el premio mayor, que no era más que un par de tarros de duraznos que viajaban conmigo como trofeo en la micro de regreso hacia Ñuñoa, mientras mirábamos por la ventana el apacible atardecer de la Alameda. Ahí dábamos una última mirada a la Iglesia de San Francisco, la cartelera del Cine Santa Lucía, la imponente Universidad Católica y llegábamos a casa cargados con los sueños y fantasías que a esa edad nos rondaban los pensamientos.

Germán Becker Ureta: "Por aquí traje en auto a Mistral"


Desde que era chico, para mí la Alameda era, mucho más que una calle. Era un hito geográfico, junto a Cartagena, El Volcán, Ñuñoa, el zoológico, lugares que frecuentaba con mis padres. También, cuando escuchaba las conversaciones de mis mayores, oía clarito las frases : "Al llegar a la Alameda, pasadito la Alameda, en plena Alameda, hay que ir al paseo de la Alameda, nos encontramos en la Alameda" . De tanto escuchar el nombre de esta avenida se fue originando en mí una especie de devoción, que un día culminó cuando me llevaron a la famosa calle.

Ahora puedo precisar la fecha: noviembre de 1931; yo tenía cuatro años, y en plena Fiesta de la Primavera ingresé al paseo vestido de diablo, de la mano de mi mamá y de mi papá. Jamás lo olvidaré.

Mi segundo recuerdo es la pila de donde zarpaban nuestros veleros. Otro lugar que incorporamos a nuestra avenida era y es la Confitería Torres; ahí nos encontrábamos con los alumnos de los Padres Franceses, nosotros los del San Ignacio . Ambos colegios estaban cerca de la Alameda. Los Franceses en la vereda sur y San Ignacio a una cuadra de la zona de la pila.

Termino recordando el Congreso Eucarístico durante la Presidencia de don Pedro Aguirre Cerda, con su gigantesco altar y palco sobre la pila grande de La Moneda, junto a una cruz blanca de diez pisos de altura. Durante la misa inaugural, oficiada por el cardenal Copello, argentino, tuvimos la emocionante oportunidad de escuchar al Sumo Pontífice Pío XII, quien por intermedio de la Radio Vaticano habló desde Roma saludando a Chile. Mencionó a la Virgen del San Cristóbal y a la Universidad Católica. El aplauso fue apoteósico. Una maravillosa sorpresa.



Durante su último viaje a Chile, en 1954, Colección Legado Gabriela Mistral, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile.



Por la Alameda traje en un auto abierto a la Gabriela Mistral; así me lo había pedido el Presidente Ibáñez. La fuimos a buscar a la Estación Central junto a la Doris Dana, Jaime Eyzaguirre y Santiago Polanco, y la gente apostada a ambos lados de la avenida la saludaba durante todo ese inolvidable trayecto.

Arturo Alessandri: "Era muy in "



Como nací en Morandé 80, Palacio de la Moneda, donde mis padres residían con mi abuelo Presidente de la República -el hogar definitivo estaba en construcción-, la Alameda fue siempre un elemento que formó parte de mi "hábitat" como residente de esos barrios hasta 1957.

La casa familiar se construyó al final de Av. República, barrio de excelencia en aquellos días, con grandes casas y embajadas de muchos países y donde nos trasladamos en 1925.

Recuerdo la Alameda como una avenida apacible, con muy poca circulación vehicular, con sus tranvías circulando por los costados de sus vías. El mío era "el carro 17, Avenida España", que me llevaba desde el centro, saliendo por Bandera hasta Domeyko. Recuerdo no sólo la Pérgola de las Flores frente a San Francisco, sino que el Torres, el boliche "Bobby" esquina de Brasil, donde vendían muy buenos helados, parada obligada en verano. Los domingos después de misa, en la iglesia de los Padres Franceses, se usaba ir al "paseo de la Alameda". Allí, jóvenes de todas las edades se reunían para conocerse, conversar y organizar fiestas. Era muy "in", en pocas cuadras, entre Brasil y Dieciocho.

Por suerte, la antigua "Alameda de las Delicias" aún conserva en algunos de sus tramos su aspecto de aquellos años en que era el eje central de la ciudad . Para muchos será siempre, "La Alameda".

Delfina Guzmán: "Jugar y jugar"


Mis recuerdos se relacionan con las miradas de una niña que cruza las calles, todavía de la mano de su "mamita" Encarnación -no existía la denominación "nana" en ese entonces-,
tironeada y amenazada para que no soltara la mano. Miradas de ansiedad, ansiedad por llegar luego a la Alameda, donde a través de juegos, miles de juegos con otros niños, se
juntarían con sus respectivas guardianas a jugar y jugar.

Recuerdo a la Alameda con muchísimo menos vegetación y cuidados, los que fue adquiriendo con el tiempo, igual que las esculturas de personalidades de envergadura, que se fueron agregando. Su paisaje no era ni la sombra de los parques señoriales que rodeaban las casas de campo de esa sociedad chilena, eminentemente agraria. Era poco más que un peladero, pero era el espacio que tenían los niños para encontrarse y jugar hasta que les diera la gana. Hasta que las mamitas los tironearan para volver a la casa a almorzar, si el paseo había sido de 10 a 12 de la mañana, o los llevaran a tomar té, si los juegos habían sido entre las 2 y 4:30 de la tarde. Justo la hora en que los padres ya se habían despertado de la siesta, y el griterío infantil ya no interrumpía su descanso. La Alameda de mis recuerdos estaba a disposición de esas criaturas en formación cuya actividad esencial eran el juego, la creatividad, la alegría. Niños sin más estímulo que ese espacio La Alameda esperándolos con los brazos abiertos para aprender la difícil tarea de pertenecerse unos a otros, sin más reglas que las que ellos mismos se dieran para gozar de esas horas hasta hartarse.

Miguel Laborde: "De Gabriela Mistral pasó a llamarse Diego Portales"


Teníamos taller en la calle Villavicencio,en la casa que fuera hogar de Orrego Luco. El ruido del frente era muy molesto. Ya habían demolido la casa de doña Victoria Subercaseaux, y por el hueco, carie y cráter se nos apareció la Alameda con su estruendo.

Eran los años de Frei Montalva, y la Remodelación San Borja, con vocación de símbolo utópico, borraba sombras para exhibir sus torres abiertas a la luz. Estaba al lado sur de la Alameda, pero el proyecto alcanzó a clavar una pica
a este lado,norte, sometiendo al Barrio Lastarria.

Con Allende, la torre inconclusa se llenó de angustias. Tenía que estar lista para marzo de 1972, cuando Chile acogería la Unctad III, acontecimiento mundial. Faltaban materiales, pero siguió adelante y a tiempo, con edificio adjunto: el
Centro Cultural Gabriela Mistral.

Estuve unos años fuera. Al volver lo encontré oscuro, el nombre de la poeta reemplazado por el de Diego Portales, dotado de una fuerza desconocida. Chile seguía con sus ojos puestos en él.

En los 90, con alumnos, generamos una propuesta para abrirlo, relacionarlo al barrio, con estacionamientos
subterráneos, pero vino la crisis. Ahora es una nave oxidada, rémora de otro tiempo. La habría preferido blanca y pura, una nueva oportunidad.

Clara Budnik: "Fue una fiesta cuando triunfó Allende"


Era 5 de septiembre de 1970, un día después del triunfo de Salvador Allende. Salí a la Alameda junto a mis hijas, como miles de personas, y la calle era una fiesta. Una fiesta que nos convertía en una enorme familia: la de la Unidad Popular. Pronto, otra gran familia se sumó a los festejos: la que había votado por el candidato democratacristiano Radomiro Tomic, que salía a abrazar y saludar a los que habían sido sus rivales. La Alameda se hacía pequeña para tanta gente y todos los que allí estábamos nos sentíamos amigos de toda una vida. Sentíamos la fuerza de la democracia y de la amistad cívica. Éramos miles de personas desconocidas y, sin embargo, unidas por el afecto, la fe, la amistad y los deseos de mejorar Chile. La utopía parecía posible, podíamos tocarla, y nosotros, en ese momento, la amábamos. Es conmovedor recordar esa avenida desbordada por la gente y la felicidad, el cariño, la solidaridad. Desde los balcones de la Federación de Estudiantes oíamos al Presidente electo decir que "la revolución no implica destruir, sino construir; no implica arrasar, sino edificar". Nosotros, todos, queríamos construir. Oíamos dificultosamente, la amplificación era improvisada y mala. Pero las personas sacaban sus
radios a pilas y en torno a ellas nos congregábamos, desde todos los ángulos de la Alameda, especialmente desde las escaleras de la Biblioteca Nacional. En ese entonces, yo no imaginaba cuán ligado iba a estar ese edificio a mi propia vida.

Puedo recordar muchos otros momentos importantes en la Alameda, mi maravilloso lugar de trabajo por muchos años. Pero ninguno de ellos se compara con esa imborrable noche en la que, con un beso muy fuerte a mis pequeñas hijas, traté de transmitirles mi esperanza de un país mejor para todos.

Raúl Irarrázabal C.: "Mi abuelo me explicaba la historia al recorrer las estatuas"



Durante mi infancia, la Alameda era un paseo muy concurrido en las mañanas del día domingo. Muchas personas iban a misa a San Ignacio y después cruzaban a caminar por la Alameda. Había grupos de jóvenes que se encontraban y hacían vida social, como en las plazas de los pueblos. Recuerdo especialmente, cuando tenía alrededor de 8 años de edad, que mi abuelo Eduardo Covarrubias Valdés me invitaba a recorrer el tramo entre la avenida Brasil y el convento de San Francisco.

La Alameda tenía un amplio paseo central con suelo de maicillo, bancos para sentarse, y en el marco de las cuatro hileras de plátanos orientales regados por acequias se veían limpiamente las personas, los monumentos y la torre de San Francisco.

Los monumentos estaban alineados a ambos lados del paseo central, y los más importantes al medio. Mi abuelo me explicaba la historia viva de Chile a medida que avanzábamos bajo la sombra de los árboles que dejaban pasar una luz medida: Joaquín Walker Martínez, el tribuno. José Miguel Carrera, el fundador de la República. El heroico combate de La Concepción, hermoso grupo escultórico de Rebeca Matte. José de San Martín. Bernardo O'Higgins, padre de la Patria. Manuel Bulnes, recordado por el Himno de Yungay; Andrés Bello, sentado y pensando sobre la armonía cívica; los hermanos Amunátegui, conversando fraternalmente.

Hernán Millas: "Era sinónimo de la Navidad"


Ya la expresión Alameda me lleva a la infancia. Porque, como adulto, pasé a conocerla como Av. Bernardo O'Higgins, sin que en nada se le pareciera.

Era entonces la continuación de la Pérgola de las Flores -frente a la Iglesia de San Francisco, en dirección a la costa- y hasta la Estación Central.

Desde allí la avenida, se ensanchaba, dejando al medio a un amplio paseo, bordeado por álamos (que le daban su nombre) y una cantarina acequia. En sus bordes corrían los tranvías, a los que la chanza popular les decía "y llevan una cobradora que no vale nada", tal vez por no ser ellas muy agraciadas. En mi infancia, la Alameda era el sinónimo de la llegada de la Navidad, pues nuestros padres nos llevaban a ella en esa época del año. Esas noche, desde días antes de la fiesta, la Alameda era toda una fiesta. Escaparates iluminados con chonchones alimentados por carburo, ofrecían toda suerte de juguetes al alcance popular: monopatines, triciclos, caballitos, muñecas, pelotas, palitroques, junto a bebidas como horchatas, alojas y granadinas, enfriadas en cajones con hielo.

A las curiosas interrogantes de nosotros, que preguntábamos por qué vendían esos juguetes si era el Viejo Pascuero el que los traía, mis padres respondían que eran para aquellos niños que se habían portado mal, a los que el Viejito no les traería nada. Sentíamos tristeza por ellos, y prometíamos portarnos bien. Y ya en primera recompensa, y para colmar nuestro júbilo por tanto juguete, nuestros padres algo nos regalaban. Recuerdo que nuestro hermano mayor nos regañó en una ocasión porque pedíamos más, advirtiéndonos que podíamos
dejar a un niño sin su obsequio. Así nuestra niñez quedó unida a esa vieja Alameda.

Arturo Griffin: Anécdotas y personajes


Para quienes vivimos en el Centro, hace 60 o 70 años,en Alameda, Dieciocho, Ejército o República, esa parte de la ciudad se nos presenta como una serie de anécdotas y de personajes sin asidero en la realidad. Todo ha sucumbido al cambio o a lo menos a la transformación. Casas que albergaban familias opulentas, son hoy oficinas, salas de clases, o simplemente guaridas de gente marginal. Los personajes de entonces hoy resultan incomprensibles: misiá Honoria Errázuriz, vestida de tonos café para siempre, por la manda que había hecho a la Virgen del Carmen, sospechaba la revolución, porque en el mercado no la habían tratado de "su mercé" como ella estaba acostumbrada. El carromato de las Hermanitas de los Pobres , tirado por caballos, estacionado frente al club de La Unión, para llevarse para las monjitas el pan y otras sobras de días anteriores; las sirenas de las fábricas llamando a sus obreros, las campanas de Santa Ana y San Ignacio anunciando las horas de las misas, los lutos interminables, la cultura transmitida de palabra, las lavanderas que llevaban bolsas de pañales sobre la cabeza, los recorridos de las elegantes por Ahumada... Todo eso se ha esfumado. Fue más un estado que una realidad.

"Había una pila con pececitos rojos"


Ximena Cristi: "Había una pila con pececitos rojos"

Entre los años 1929 y 32, la Alameda de las Delicias fue el nombre en que escuchaba llamar a esa avenida que cruzaba Santiago desde la Estación Central hasta los confines de Tobalaba . Tengo de ella buenos recuerdos, vivíamos a una cuadra en la calle San Ignacio, nos mandaban a jugar en el parque, un gran bandejón con dos tramos a los lados. Allí se jugaba espléndidamente, sin ningún peligro, pues la movilización era escasa. Más adelante me matricularon en el Colegio de los Sagrados Corazones, vecino del lugar. Por aquella época existían como única movilización "los carros". Cuando mi abuela me llevaba como paseo al Mercado Central, cogíamos uno de esos carros, los que se internaban por la calle Ahumada.

Entre San Ignacio y Castro miraba al palacio Irarrázaval, y un poco más allá el Café Torres con mesitas de mármol y sillas vienesas, pero en la esquina misma había dos negocios: una gran farmacia y una fuente de soda donde se compraban unas tabletas de chocolate Hucke; en su interior había banderitas de colección.

En el lugar donde hoy se alza el monumento "Las educadoras", del escultor Samuel Román, había una pila grande con pececitos rojos. El césped se recortaba con las máquinas manuales de cortar pasto, el aroma que se sentía hasta hoy puedo recordarlo, y las voces de los niños jugando. La Alameda para mí fue mucho más vasta y familiar que cualquier otro parque de entonces.
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